... vengo a ustedes con un nuevo cuento de mi invención. Hace ya algún tiempo que lo tengo, pero no sabría decir desde cuándo. Hace ya algún tiempo que lo quiero publicar por aquí, pero lo cierto es que también estoy preocupado por cómo enfoco el tema.
Es un cuento de ciencia ficción. He notado que es un género interesante, cautivador y que puede dar mucho cuando se lo trabaja bien. Hay muchos planes nuevos para el salón del estudio, pero quisiera comenzar por ir poniéndolos en papel a los que tengo ahora antes de comenzar nuevos proyectos; lo que sí puedo decir es que tendremos un par de entradas de literatura o teoría literaria para aclarar conceptos. Estas últimas tendrán un formato más abierto y libre que las de costumbre, pero espero que puedan funcionar. En esas entradas veremos, entre otras cosas no menos interesantes, las características y propiedades de un buen cuento de ciencia ficción y pondremos algunos ejemplos prácticos.
Por el momento, los dejo con la pequeña y modesta creación.
2018
Día tras día, mes tras mes, era siempre lo mismo. En una ciudad, gris, como cualquier otra ciudad, asomó la tenue y clara luz solar. El disco dorado que, en los últimos años, se había ennegrecido, comenzó a asomar por el horizonte de una gris ciudad.
Una alarma chilló estrepitosamente. Era un sonido hueco y apagado, un llamado rutinario y costumbrista, una alerta demasiado desalentadora. Era una llamada artificial y vana, carente de toda belleza, que alertaba a toda la ciudad.
Gente gris salía de las casas, en silenciosa procesión. La muchedumbre se movía en una dirección, hacia un mismo sitio, con una misma meta, siguiendo el mismo rumbo, con un mismo propósito. Era una masa gris; ya no se podía decir que fuera un conjunto de individuos grises. Cual cardumen de peces, se dirigieron rápidamente hacia el lugar que la señal sonora indicaba. Algunos, los menos, lloraban. Otros, la gran mayoría, sólo se resignaban a atender la cruel verdad con indiferencia.
La masa gris se movía. Parecía que hubieran concertado los pasos que daban, la ropa que vestían, las expresiones que hacían, las cosas que decían. Ya no eran un conjunto, eran una sola cosa, una sola masa capaz de ser doblegada y vuelta hacia el lugar que se quisiese.
Niños, hombres, mujeres, ancianos. Marchaban, marchaban, marchaban. Tan bien iban… parecía que sus pasos estaban dirigidos por una banda militar. Sucios, andrajosos, con las ropas roídas.
La alarma chilló otra vez. El aparatoso sonido apresuró a los que se hallaban en la tétrica marcha. A lo lejos, el sol se alzaba en el cielo de Londres.
—¡Ayuda! —gritó una voz—. ¡Ayuda! —volvió a suplicar—. ¡Ayuda! —pidió por tercera vez—.
La voz era aguda y estridente, plañidera y suplicante. No fueron pocos los que la oyeron, pero nadie, a pesar de ello, se detuvo para ayudar.
El grito de auxilio sonó otra vez; nadie se molestó en, siquiera, bajar la mirada al suelo. Una niña, de poco más de ocho años, había caído, dándose un fuerte golpe en el costado. Sujetaba entre sus manos una cacerola, y, a pesar del dolor, no la soltaba ni aflojaba sus manos. Volvió a gritar; todos seguían como si nada. La niña comenzó a llorar de dolor y de impotencia. No podía levantarse con facilidad, no tenía ninguna escapatoria. El sol se elevó más en el cielo, y la niña comenzó a toser fuertemente.
—¡Ayuda! ¡Ayuda! ¡Ayuda! —gritó a todo pulmón, pero lo único que consiguió fue toser más fuerte—. ¡Ayuda! ¡Por favor, ayuda! —Volvió a toser y a jadear—. ¡Ayuda! —El grito fue desgarrador, inhumano, necesitado, suplicante, impotente, triste, quejumbroso. Nadie se detuvo, nadie se inmutó. La niña volvió a toser estridentemente, esta vez con una potencia atronadora y para nada habitual.
Las lágrimas bañaban su rostro, convulsionado por la fuerte tos y el espanto de quedarse allí hasta que alguien, en un hipotético e improbable caso, quisiera ayudarla. Su tos se hizo más ronca, más seca, más áspera. Finalmente, terminó esputando flemas y saliva. Sus fosas nasales estaban irritadas por el Ozono. Sólo volvió a gritar una vez más; luego, no se la volvió a oír.
Un grupo de gente pasó por el lugar en donde se hallaba extendida, pero no se atrevió a bajar la mirada hacia el suelo; siguieron su camino y la pequeña calló.
La procesión había continuado, y ahora se encontraba cerca del lugar de donde provenía el bullicioso chillido. Cuando todos estuvieron congregados alrededor, la alarma cesó. Habían llegado a un recinto rectangular, que ocupaba el espacio de una manzana, y que tenía grandes portones de aluminio. Una voz metálica habló:
—En tres minutos y treinta y tres segundos se abrirán las compuertas. Las reglas siguen siendo las mismas. Recuerden: no pueden llevarse más de dos contenedores por cabeza, no se puede alegar pertenencia a una manada ni tenencia de crías. La próxima reunión será dentro de treinta y tres días, treinta y tres minutos y treinta y tres segundos.
La voz metálica calló. La muchedumbre, la masa gris, comenzó a esperar el tiempo restante para entrar al recinto. Finalmente el marcador llegó a cero. Como si hubiera estado todo perfectamente preparado, las compuertas se abrieron de forma automática y sincronizada. La masa gris soltó un suspiro de alivio, todos al mismo tiempo, todos con el mismo tono, todos como todos. En una perfecta y ordenada fila, comenzaron a avanzar hacia el interior del recinto. Después de atravesar los primeros portones, se encontraban con una puerta más pequeña. Un grupo de tres hombres se detuvieron en frente de la delicada puerta, esperando, aguardando, esperando. De pronto, una voz fría e inhumana habló:
—Nombre. Apellido. Trabajo. Domicilio. Estado civil.
Uno de los tres hombres se adelantó y dijo:
— Marshal McLuhan. Arquitecto. Fenchurch Street, 35. Soltero.
Un Segundo individuo se acercó y respondió a la fría voz:
—Robert Windar. Contable. Little Winging. Casado, dos hijos.
Desde el lugar de donde había salido la voz, se oyó un potente chirrido que dejó aturdidos a los tres hombres. Luego, el sonido se hizo más tenue y la voz metálica volvió a hablar:
—Manada, dos crías. ¿Dónde están?
—En nuestro hogar —contestó el hombre, con una voz temblorosa y nada firme.
—¿Cómo, si están en su madriguera, encontrarán sus crías…?
—…Yo pensaba que —interrumpió el hombre—… yo pensaba que yo podría….
—¡Usted pensaba! ¡Oh, usted pensaba! —La fría voz sonaba como si se estuviera riendo del mejor chiste que le hubieran contado en su vida—. ¡Que usted pensaba! Usted —dijo volviendo al tono áspero y despectivo— no piensa, no siente, no nada. ¿Entendido? Si su manada quiere venir a recibir su ración, debe venir a buscarla ella misma.
—Pe-pe-p-ero mis hijos son de-demasiado pe-pequeños… No saben ni siquiera gatear.
—Eso no es mi culpa —replicó la voz—, es culpa de su raza que, a diferencia de otros animales, tarda más tiempo en desarrollarse.
El segundo hombre quedó en silencio, sin saber qué decir. Luego el tercero se adelantó para dar los datos que la voz le había pedido, u ordenado.
—Richard McCarty. Abogado. West End. Soltero.
Desde los altavoces llegó un sonido de metales entrechocando, de botones que se oprimían con una precisión de metralla, de clavecillas, estática y algunos pitidos. Después de un momento, la voz resonó por los altavoces:
—Acceso aceptado. Al entrar se les dará la segunda cacerola, con doble capacidad de la que ustedes traen. Rápidos, ordenados y precisos.
La puerta se abrió, deslizándose a un lado, y permitió el paso de los tres grises hombres. Entraron a un recinto de altos techos, de atmósfera húmeda, y de menor temperatura. A los lados había grandes fuentes y piscinas llenas de agua, el material más valioso y delicado del mundo. Los tres hombres se acercaron a las fuentes de agua cristalina con sumo orden, llenaron las cacerolas que habían llevado (con capacidad de un litro y medio), y luego llenaron las que les habían dado al entrar en aquel recinto. Luego, sin alterar el orden sistemático de la organización, y cargando con el tremendo peso de los cuatro litros y medio de agua, salieron de la estancia por medio de un pasaje posterior, destinado a ese uso. Antes de atravesar la puerta que los dejaría en el exterior, fueron sometidos a un último escaneo rápido con un censor. Luego de que la luz violeta les recorriera cinco veces el cuerpo, en sentido vertical, de arriba hacia abajo, una nueva voz metálica les habló.
—El próximo llamado será dentro de treinta y tres días, veinticinco minutos, cuarenta y un segundos. No antes, no después.
Los hombres salieron, finalmente, a las oscuras y grises calles. De inmediato, la temperatura pareció aumentar increíblemente, el olor a Ozono se hizo patente, la respiración y la visibilidad se dificultó más.
Todos los que salían, volvían a sus casas. Siguiendo su propio camino, su propio sendero, su propia calle, cual hormigas dispuestas a regresar. Volvían a sus casas cargados con el enorme peso del agua, intentando no derramar ni una preciosa gota, con cuidado, con cuidado.
Volvían a casa, cual hormigas después de recolectar.
Volvían a casa, con el cuidado puesto en las cacerolas, en el agua.
Ni una gota, ni una gota.
Sir Nícolas Vásquez de Aragón.
Como todos los cuentos de ciencia ficción filosófica que he leído, trato de plasmar una opinión personal sobre el futuro del agua, producto de la poca racionalización y la ambición humana. También dejo caer una crítica social hacia el desenfreno por las máquinas y las nuevas tecnologías, pero eso es un detalle subordinado a la crítica principal.
Como siempre, amigos de por aquí, la última palabra es vuestra y estáis en vuestro pleno derecho a opinar y compartir vuestras impresiones sobre el cuento. Sugerencias, críticas constructivas, opiniones, todas serán bienvenida. Recordad que aquí estáis libres de decir cuanto quieráis a vuestro antojo, y que hay libertad de expresión para decir cuáles son vuestras opiniones sin ninguna clase de retención. El verdadero objetivo de una crítica constructiva es lograr una ayuda mutua. El escritor se beneficia si la crítica constructiva está hecha con sinceridad y respeto, porque aprende, madura y comprende a los lectores. Y el lector se beneficia, descubriendo que dentro tiene muchas cosas para aportar y muchas buenas ideas.